Más tontos
Al final tendrá razón el arquitecto Oscar Tusquets, ejemplo de artista integral e ilustrado tanto en sus obras como en sus libros, cuando con motivo de la presentación de su último ensayo, "Envejecer es un coñazo", desconfiaba de los efectos que esta pandemia, pero también su gestión por parte de los responsables, irresponsables más bien, en cuestiones sanitarias, económicas y políticas, tendrá sobre nuestra sociedad al día siguiente de su superación, sea eso el día que sea: vamos a salir más tontos.
Lo podemos constatar, todos, a nuestro alrededor. Sin
necesidad de mayores datos y mejores análisis que la simple observación de
nuestro entorno, la familia más cercana, nuestros amigos, nuestros
compañeros de trabajo o las personas con quienes nos podemos aún relacionar,
desde el vecino del tercero hasta la cajera del supermercado; se está
dividiendo nuestra sociedad en dos tipos de comportamientos: los timoratos y
los soberbios.
Es esa persona cercana a usted que se molesta porque hay
terrazas que bullen de personal, que asiente cuando los telediarios dedican
minutos, adjetivos e imágenes a
botellones, actuaciones policiales contra fiestas "ilegales", o abundan en el
mantra contemporáneo de “sin mascarillas ni distancia de seguridad” (que parece
que no hay mayores razones en este mundo); y acaban con actitudes asociales y
pánico a la relaciones colectivas. Son los timoratos, que se han infectado de
ese otro virus, quizás más peligroso, que ha difundido con plena consciencia el
Gobierno y sus servidores mediáticos: el miedo.
Llevan ellos un año ya cultivando la cultura del miedo,
utilizando la innegable gravedad de la pandemia para tener a la peña acojonada, con lujo de confinamientos, cierres perimetrales, rastreadores, mascarillas que
un día son obligatorias hasta en la inmensa soledad del desierto, y al día
siguiente ya no tanto; y vacunas que
ahora se pueden poner a unos, mañana a algunos más y al final a nadie, por si
los trombos. Y el miedo, que es libre, ha terminado anidando en amplios
sectores de la población, que han terminado convirtiéndose en delatores de
presuntos irresponsables, “viejas del visillo” para la anormalidad impuesta y
policías de balcón que apuntan a quienes pretenden seguir viviendo con la
normalidad que las circunstancias permiten, sin más norma que el sentido común.
Y luego están los otros, los soberbios, los que parece que esto no va con ellos y desafían no solo normativas (que posiblemente sean, en
ocasiones, exageradas, injustificadas e improvisadas, dictadas por quienes prefieren unos
ciudadanos acojonados, silenciosos y obedientes), sino las más elementales
prudencias, las que no dictan los políticos sino el sentido común ante la
realidad que vivimos. Son los que mutan en negacionistas, los que desconfían
sistemáticamente de cualquier opinión por autorizada que sea, los que deciden
ponerse el mundo por montera y hacer de su salud -y la de los que les rodean-
un sayo a su medida.
Y con estos mimbres, está claro, no van a salir de este
horror ciudadanos más comprometidos con la convivencia, la solidaridad, la
responsabilidad y la libertad. No sólo seremos menos -más de cien mil menos,
solo en España- y más pobres -con cuatrocientos mil parados más, sin contar los
que están en ERTE, los autónomos o no se cuentan en las cifras oficiales porque
están haciendo algún curso de formación-. Seremos más egoístas, más
individualistas, más borregos, más permeables al autoritarismo y al recorte de
nuestros derechos: más tontos, sí, mucho más tontos.
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