El monologuista más soso del mundo
El tradicional ingenio español, nuestro sentido del humor, ése sabernos reír de nosotros mismos y hacerlo de una forma espontánea, rápida
y ágil que hasta nos sorprende a veces que tengamos un chiste sobre esto o
aquello al poco rato de conocerlo, ha dado en nuestro país notables ejemplos
que, en esta época digital, se refleja en los llamados memes, postales con
mensajes graciosos sobre temas y personas (como el que ilustra este post); así como magníficos monologuistas.
El monólogo es una especialidad, si quieren, artística que,
como Halloween o Papa Noel, importamos de Estados Unidos recientemente. Mucho
antes de que lo practicaran aquí Moncho Borrajo, Leo Harlem, Eva Hache, Goyo Jiménez o
Dani Rovira (antes de hacerse famoso por “Ocho apellidos vascos”), en los bares
más sórdidos de cualquier ciudad americana había especialistas en el retrato
humorístico, la crítica ácida de la propia sociedad, la ironía y el sarcasmo.
Eddie Murphy o Jim Carrey son solo dos de los que, posteriormente, y también
gracias al cine, mayor fama han alcanzado.
Pero, además de los que han alcanzado renombre por su agilidad
en el arte del monólogo, fundamentalmente consistente en conseguir del público
no solo la atención, sino la carcajada y el aplauso, ha habido cientos, miles,
que alguna vez se pusieron detrás de un micrófono y no lograron de la
concurrencia ni una sonrisa de cortesía.
Pedro Sánchez sería uno de esos tristes cómicos incapaces de
interesar ni divertir al público: el monologuista más soso del mundo, sin
puñetera gracia, sin empatía, sin ningún ingenio. Cómo será que, si usted busca en Google "Pedro Sánchez humorista", no aparece ni un solo resultado.
Al monologuista más renombrado se le nota cuándo ha pensado
él su historia y cuándo se la ha escrito un “negro”, un amigo, otro. Sánchez,
el felón, que ni siquiera fue capaz de escribir su tesis doctoral, se pone
detrás del micrófono, delante de las cámaras, a “cascar” las ocurrencias del
laboratorio de Iván Redondo: frases manidas, tópicos, vulgaridades, ocurrencias
de cajón, mentiras alicatadas de datos falsos y trivialidades para coronar el
momento álgido con un anuncio, EL ANUNCIO, la leche, la caraba en bicicleta, la
Biblia en verso.
Como los humoristas malos, él reincide, semana tras semana,
con ese aire, además, tan poco propicio al agrado del público, de aquí estoy
yo, que soy el más guapo, el más listo y el que más sabe, desde la soberbia y
una autocomplacencia que roza el onanismo.
A los monologuistas de ingenio, a los buenos humoristas, a
los artistas graciosos, rápidos, el público acude a verlos en sus espectáculos.
A este, a Sánchez, al felón, pretenden que nos lo traguemos por narices.
El humor, la sonrisa, la carcajada, son magníficas terapias
para una sociedad machacada por la espantosa realidad que nos ha traído este
año de mierda. Pero Sánchez y sus monólogos son como el aceite de ricino:
repugnante, repulsivo, repelente, inmundo, vomitivo. Si será soso que su última
“gracia” ha sido anunciarnos la tercera ola de esta pandemia que quiso ignorar,
prefirió negar y tardó en afrontar, jugando con la vida de miles de españoles y
la salud de nuestra economía. Y aún querrá que aplaudamos…
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