Que difícil nos ponen el optimismo
No hay manera. Me había propuesto, después de que alguna
gente me dijera que mi último post había sido muy duro, focalizar en
éste tantas cosas buenas como, aunque parezca mentira dadas las circunstancias,
estamos viendo de muchas empresas y empresarios, de deportistas y artistas (al
Insignificante Wyoming aún lo estamos esperando), de profesionales como los
sanitarios, la Guardia Civil o el Ejército, pero, sobre todo, de muchas
personas anónimas que se echan el miedo, la preocupación y la enfermedad al
hombro e ingenian iniciativas para ayudar a lo que sea, en lo que sea, como
sea.
Me refiero a esa gente que ha puesto a trabajar su
experiencia, sus conocimientos y sus medios para, qué te digo yo, hacer
componentes de esos respiradores cuya falta está obligando a los sanitarios a
elegir quien vive y quien se deja morir, con sus impresoras 3D; que uno aún ni
se imagina cómo demonios funciona eso. Obra de moros, que dicen en mi tierra.
O a Rosita, una inmigrante de mi barrio que ya se ha cosido,
ella sola, seiscientas mascarillas que la Asociación de Vecinos ha repartido
por Residencias de Mayores, Farmacias y ancianos que viven solos, mientras su
marido se recorre Madrid con su coche llevando la compra y hasta dinero donado
por voluntarios a Caritas, a familias que se han quedado sin trabajo ni
empresario que les pague la última ocurrencia del Gobierno.
Me refiero a los vecinos de enfrente, con los que
compartíamos minutos de aplausos y ahora, por el cambio de hora y con luz aún en
el cielo, hemos compartido también una sonrisa cómplice, un leve gesto de la
socialización que nos han secuestrado. Que aquí no socializan ni los perros,
quince días ya sin oler un culo de su especie, porque los dueños nos evitamos
como la peste, o precisamente por esta peste.
Pero no hay manera. Intenta uno mantenerse positivo y el
Gobierno, por enésima vez en esta crisis, la vuelve a cagar con su Real Decreto del “permiso retribuido recuperable”.
Vamos a ver, si lo que se quería parar -porque ya había voces
que así lo pedían en las Comunidades Autónomas y algunas televisiones lo habían
sacado en sus informativos- era la actividad en la construcción, dígase así y
hágase así. Porque, en efecto, en ese sector, un retraso de doce días no supone
nada (¿de cuándo acá se han cumplido los plazos en las obras?) y las horas son
recuperables. Pero hacerlo así, hala, para todo lo que se menea, te obliga,
como han tenido que hacer, a incluir en el papel hasta veinticinco excepciones,
la última de las cuáles ya es una filigrana legal, porque considera, después de
otras veinticuatro de redacción laxa y por lo tanto interpretable, también a
“cualesquiera otras que presten servicios que hayan sido considerados esenciales”. Olé tú, ¡toma nísperos!
Pero es que, además, esta especie de vacaciones pagadas por
los empresarios (incluso autónomos que tengan trabajadores a su cargo), sin que
en ningún sitio ponga que se deducirán de las vacaciones anuales -que hubiera
sido lo fácil-, suponen un agravio comparativo para todas las actividades que
se han cerrado antes y cuyos trabajadores se han ido, mayoritariamente, a un
ERTE que ya veremos cuánto tiene de temporal.
O sea que si tu trabajabas en un hotel, un restaurante, una
ferretería o un taller de chapa y pintura, hace quince días que te has ido a tu
casa, cobrando un 60% de tu sueldo como paro, hasta dentro de otros trece días;
mientras, otros están literalmente de vacaciones pagadas. Y a eso, la lumbrera
de la Ministra de Hacienda y “portavoza” del Gobierno tiene el cuajo de
llamarlo “una solución creativa, innovadora e imaginativa”. Oiga, doña, ¿y no
podrían dejarse de ocurrencias y tomar, de una puñetera vez, medidas simplemente
responsables, justas, factibles y adecuadas?
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