Aprender de las crisis
Una de las características innegables que, los que nos
dedicamos a la comunicación de crisis, señalamos siempre es que de estas
situaciones, por tremebundas y peligrosas que sean o parezcan, se aprende; se
extraen enseñanzas positivas y actitudes prácticas que podremos aplicar en nuestro
beneficio una vez superado el problema. Porque enseñamos también que, tarde o
temprano, con las medidas y la comunicación necesarias, se supera.
Lo del coronavirus en España es una crisis de manual:
elementos inéditos y desconocidos, confusión inicial, efectos a nivel personal y social (además, claro, de económicos y luego políticos), mensajes equívocos…
Pero no me digan a mí que no estamos aprendiendo un montón de
cosas, simplemente mirando a nuestro alrededor. Aquí, en Madrid, que la cosa
está tan malita que hasta empieza a correr el bulo de que piensa cerrarse toda
la Comunidad Autónoma el próximo viernes -como si se pudieran poner puertas al
campo-, es salir a la calle y comprobar cómo somos y cómo nos afecta esta
crisis. Y qué podemos aprender de ella cuando, en dos meses, sea historia.
La fijación de los españoles con el papel higiénico, por ejemplo. Vale,
sí, va a haber más gente en casa, porque los niños no tienen cole, instituto ni
Universidad y, no mediando abuelos -que son los paganos de todas las crisis-,
alguno del matrimonio, pareja o como quiera que esté estructurada la familia,
tendrá que quedarse a cuidarlos. Y, claro, hay una mayor exigencia de celulosa
higiénica. Pero, ¿alguien se ha parado a mirar al más ignorado de los
equipamientos sanitarios de un hogar? Sí, al bidé me refiero; que en caso de
apuro o desabastecimiento del socorrido rollo, puede finalmente desempeñar con
ventaja una de las funciones para las que fue diseñado.
Aprendemos también muchas cosas de nuestros vecinos.
Ayer, delante de mí, un matrimonio joven discutía en la carnicería sobre si llevaba
o no carne picada para hacer hamburguesas. Se notaba a la legua que sus niños
comen a diario en el colegio, ellos en el trabajo y que los fines de semana
habrá hamburguesas, sí, pero de las de alguna cadena americana. No sabían qué comprar y todo lo que se acabaron llevando recordaba en exceso a los platos que
se sirven como comida rápida. Hoy, en casa, con quince días de niños, verás
como también aprenden eso de la gastronomía de aprovechamiento que dicen en
Master Chef…
Y aprendemos, o deberíamos aprender, que en una situación
como ésta, la primera, la más urgente, la más indispensable responsabilidad es
de uno mismo. Nadie mejor que nosotros para saber si estamos incubando el
puñetero bicho y actuar en consecuencia, sin esperar a que las autoridades
dicten cierres, aislamientos y prohibiciones (que es lo que más les gusta hacer
en estos casos).
Aunque a las autoridades no estaría mal exigirles cierta
unidad de acción, ciertos criterios fijos, inamovibles y de universal
aplicación. Porque unas ministras pueden ir a una manifestación de no sé
cuántas mil personas, con sus guantecitos de látex (morados, eso sí), pero la
culpa la tiene Ortega Smith por infectarse. Pues ahí va la feministra Irene Montero, también infectada, y con su marido el vicepresidente en cuarentena. Claro que pasar una cuarentena en un casoplón en Galapagar no es lo mismo que estar encerrado en un piso de Vallecas, dónde va a parar.
Y mientras, los hinchas futbolísticos se
“arrebujan” a la entrada de los estadios, por más que sepan que va a jugarse a
puerta cerrada; y de paso se cargan las Fallas de Valencia, que no faltó uno
que no dijera que por qué no iban a poder entrar al fútbol con la de gente que
había en la Mascletá. Ya son ganas de señalar.
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