Gente de campo
He tenido, a lo largo de mi vida, la oportunidad de tratar y
convivir con gente del campo, labradores, campesinos, agricultores que se dice
ahora. De adolescente, primero, cuando me tocó segar a guadaña, arar con
bueyes, y ordeñar a mano las vacas del caserío de Fuenterrabía donde acudía,
veraneante yo, a echar una mano a cambio de un bocata, una botella de sidra y
los ojos azules de Maritxu, la hija del baserritarra. He clavado a mano cañas
para las judías, recogido alfalfa y sacado a abrevar las vacas de Etayo en mi
Puente la Reina navarra, por unos cuartos que venían genial para las fiestas
del pueblo. Y he tratado con cooperativistas, industriales agrícolas, ganaderos,
olivareros y organizaciones agrarias en los seis años que estuve a las órdenes
de tres ministros en el madrileño Palacio de Fomento, sede del Ministerio de
Agricultura.
Lo digo porque cuando, estos días, veo a la gente del campo
sacar de nuevo sus tractores a la calle, protestar por la insultante diferencia
entre lo que perciben por su trabajo, sus desvelos y sus jornadas de sol a sol,
y lo que a mí me cobran por sus frutos, los entiendo perfectamente y hasta
ganas me dan de colocarme detrás de sus pancartas.
De Navarra a Murcia, de Andalucía a Galicia, pasando por Aragón,
Extremadura, las dos Castillas, Valencia, Canarias o Baleares, esa gente
honrada, sacrificada, preocupada y, últimamente, insultada por el secretario
general de UGT y por el vicepresidente del Gobierno, perfectos urbanitas, son
quienes mantienen no solo su vida y las de sus familias, a duras penas, sino
también eso que llamamos el paisaje, el pueblo, el campo, ese espacio que nos
gusta saber que está fuera de nuestras asfixiantes urbes como un seno materno
al que regresar.
Que un tipo como Pepe Alvarez, que trabajó un añito en una
empresa del metal antes de instalarse en el cómodo pesebre del sindicato (y así
hasta hoy, cuarenta y cuatro años después), tenga el cuajo de motejar, a quienes
doblan el lomo sobre el terruño, con un ojo mirando al cielo y el otro a los
brotes que surjan con la certeza de que nunca les van a pagar ese esfuerzo, de “derecha
terrateniente carca”, sería como para ponerlo a varear olivos, recoger las
naranjas que se quedarán en el suelo porque no renta cosecharlas, o hacer el
lecho (sabrá él qué es eso) a una explotación mediana de vacuno en su Asturias
natal, por ejemplo.
Que el vicepresidente del casoplón en Galapagar, bocachancla de elevadas teorías sobre el cambio climático y otras zarandajas del ecologismo, se permita
desbaratar los esfuerzos del ministro de Agricultura de su Gobierno (un señor
que no sabíamos que existía hasta que los tractores tomaron la Glorieta de
Carlos V) para calmar los ánimos del sector, vetando a sus representantes,
sería como para que se le plantaran en su jardín y se lo dejaran en barbecho.
Tienen razón los agricultores. Y tiene la responsabilidad el
Gobierno de buscar soluciones para un campo siempre preterido en la confianza
de que la entrega de sus gentes a su conservación y pujanza les mantendría
callados y ocupados. Soluciones, digo, y no piedras en el engranaje, como obligarles
a igualar el salario mínimo de los polígonos industriales urbanitas. Así no.
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