Demasiado "mes que un club"
Estoy hasta las mismísimas narices, por no indicar otro
sitio, del Futbol Club Barcelona, de esa cuadrilla de señoritos pijos de la
alta sociedad barcelonesa que se han apoderado de la institución y la arrastran
lejos del cuidado césped del Camp Nou, a golpe de soflamas, declaraciones
altisonantes y posturas reivindicativas que en nada corresponden a lo que, como
su propio nombre indica, no debiera ser otra cosa que una entidad deportiva.
Sería el año 1973 y quien les cuenta, con doce años, estaba aburrido
de que los domingos de fútbol en mi casa, en mi Pamplona natal, fueran
uniformemente monocromos, o sea, blancos. Porque, la verdad, el Osasuna
entonces no era equipo para aspirar a grandes cosas. De hecho, jugaba la
promoción de descenso a Segunda B. Así que mi padre y mis hermanos eran del Real Madrid. Mucho. Y como a uno siempre le ha gustado la sana rivalidad, la
controversia y la prudente divergencia, me hice del Barça, que entonces no era
el Barsa, sino el Barcelona.
Les traje mucha suerte a los azulgranas. Por primera vez en
catorce años, ganaron la Liga en El Molinón con Sadurní, Rifé, Torres, De la
Cruz, Costas, Juan Carlos, Rexach, Asensi, Sotil, Marcial y un chaval recién
llegado que se llamaba Johan Cruyff.
De todos los madridistas de mi casa, el único que acabó
viviendo en Madrid, mira tú, fue un servidor. Y seguía siendo del Barcelona.
Porque ser seguidor (nunca fuí forofo, ni menos radical) del Barça era, en
Madrid, todavía más divertido, controvertido y divergente que serlo en mi casa.
Vale, sí, había lunes en que tenías que ir al trabajo con las orejicas gachas, callado
y sin levantar mucho la vista del suelo, porque los madridistas son muy pesados
cuando ganan. Pero mucho, mucho, mucho.
Sin embargo, había días de victoria, lo que yo llamaba la
jornada feliz, ya saben, gana el Barça y pierde el Madrid, en que entrabas al
despacho espléndido, regio, imperial, caballo blanco y capa de armiño, con
todos aquellos vikingos escondiéndose bajo las mesas o huyendo apresurados al
lavabo.
Y ahora estos petrimetres encorbatados, traficantes de
ilusiones y futbolistas, que no hacen sino recorrer con desigual fortuna la
delgada línea de la legalidad, a un paso de la corrupción, el fraude y la
mentira (como otros en iguales puestos, por otra parte), además, me obligan
cada semana a explicar que yo soy seguidor de un equipo de fútbol, que me sigue
pareciendo el mejor del mundo, y no de las posturas independentistas, las
pancartas en el campo o los manifiestos a favor de unos delincuentes condenados
por sedición, de unos tipejos que no saben darle una patada a un balón, pero se
creen los dueños no solo de un Club, sino de la afición, la ilusión y la
confianza de los miles, millones de seguidores que en España y en el mundo
tiene ese equipo. "Mes que un club", decían. Quizás, pero no ésto.
Ya le pueden ir dando al Futbol Club Barcelona, a la
institución, por donde amarga el pepino. Eso sí, el equipo, mi equipo, el mejor
del mundo, a ganar esta noche en la Champions y seguir enseñándole el dorsal en
la Liga al rebaño blanco de Concha Espina.
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