Ekaterina, Oksana,,,
Les cuento hoy una realidad que no enfocan las cámaras de
televisión, ni recogen los micrófonos, ni sale en las fotos que vemos
diariamente sobre la imperialista y chulesca invasión de Putin a Ucrania; una
realidad sucia, abyecta, vomitiva que, ya verán, nos vamos a encontrar en
nuestras ciudades y pueblos en menos de dos meses: la de la explotación sexual
de muchas mujeres ucranianas que llegan a nuestro país con una mano delante y
otra detrás que, pronto, las mafias de la prostitución les harán retirar para
mantener dos niños, una habitación, quizás una ducha, a lo mejor una nevera
escasamente surtida.
Lo contaba hace unos días el teniente Félix Durán Garrido, un
hombre que lleva al frente del grupo de Trata de Seres Humanos de la Unidad
Central Operativa (UCO) de Guardia Civil desde la puesta en marcha de este
equipo especializado, en 2015.
Decía literalmente que “con
la situación en Ucrania, las redes de captación y los proxenetas se frotan
las manos. Mujeres pobres que huyen, en ocasiones con menores a su cargo, que
se encuentran con un ‘captador’ que les ofrece un trabajo y una vía de escape.
Nadie les explica que eso conlleva un, entre comillas, empleo, durante 24 horas
al día, 7 días a la semana, aceptando todo tipo de clientes, amedrentadas y
coaccionadas”. Prostituirse por asegurarse una protección, un techo, alimento
para sus hijos, al fin y al cabo. Un asco, una vergüenza para el país que las
acoge como refugiadas, si ese Estado permitiera tal cosa.
Oigan ¿han escuchado ustedes que el inútil ministerio de
Irene Montero esté preparando un protocolo, una normativa, un reglamento o
cualquier cosa parecida para evitar la explotación de estas desdichadas? No,
¿verdad? Y, oye, con lo que son ellos para darse pisto y publicitar cualquier
chorrada, ¿a que nos hubiéramos enterado de iniciativas semejantes? Va a ser
que no la tienen.
Me pasó en Moscú, hace 35 años, cuando la Perestroika parecía
alumbrar cierta apertura, cierta democratización, de las manos de Gorbachov, en
una visita que el gobierno ruso facilitó a periodistas españoles. En el bar del
Hotel Leningrad volaban los vasos por la disputa de sus “reales” de dos grupos
de mujeres con muy comerciales intereses con clientes occidentales y algunos
huéspedes notablemente procedentes de las todavía repúblicas soviéticas.
Una de las chicas se me acercó y me pidió en inglés que nos
fuéramos de allí. Se llamaría Ekaterina, u Oksana. Nunca lo supe. Era
ucraniana, era guapísima. En mi puñetera vida hubiera soñado tener acceso a una
mujer como aquella. Hable con ella diez minutos, pero me quedé agarrado a mi whisky porque, joven periodista,
quería conocer qué pasaba ahí, cómo era esa realidad que nunca nos contaban y
te encontrabas en un bar de hotel.
Ahora me acuerdo de ella; y me pone malo que tantas como
ella, tantas Ekaterinas, tantas Oksanas, vayan a correr la escasa suerte, en
España, en Italia, en Francia, donde sea, de pedir a un imbécil que las saque
de allí. Y lo peor, que vaya a haber babosos que lo hagan porque en su vida
podrían acceder a mujer semejante. Esto, Irene Montero ¿lo escucha, o tampoco?
Quiero confiar en todas esas ONG’s y Asociaciones que se
están movilizando para dar refugio a estas mujeres y sus hijos. Quisiera creer,
también, que seremos un país lo suficientemente civilizado como para satisfacer
sus necesidades sin explotarlas de la peor manera. Pero, la verdad, creo poco.
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